Al otro día de haberme visto la película City of God, y como tres días después de haberme visto la película Gangs of New York, me fui a un campo de ski a disfrutar un poco de un día soleado en este feroz invierno canadiense. Ver a los niños siempre me produce felicidad, o al menos me produce, la mayoría de las veces, sonrisas en el rostro. Ese día, entre la multitud, se destacaban ellos: los niños que corrían y gritaban dentro de la cabaña, qué emocionadamente contaban a sus padres las piruetas que habían logrado en lo alto de la colina con sus skies o sus snowboards. Afuera se les veía llenos de chaquetas, cubiertos hasta la coronilla, deslizándose por la nieve tal vez disfrutando tanto como nosotros (los del trópico) disfrutábamos corriendo detrás de un balón de fútbol en el parque de la esquina. Eran niños bonitos, alentados, saludables; como los de los comerciales de televisión de aquí y de todo el mundo. La mayoría de chaquetas y ropajes contra el frío son coloridos. Todo parecía como un carnaval.
Pero las imágenes de los niños en las favelas de Rio de Janeiro seguían dando vueltas en mi cabeza. Y se mezclaban con las imágenes de los niños durmiendo bajo los puentes de las ciudades latinoamericanas, con la imagen de aquel niño llorando en el andén un domingo a las once de la noche en el semáforo donde uno cruza de Unicentro a Ciudad Jardín. Ahora recuerdo que ver los niños no sólo me ha producido felicidad, o al menos, en muchas ocasiones, también ha producido lágrimas en mi rostro y dolores de impotencia en mis entrañas.
Muchas imágenes de niños se quedan para siempre en la memoria. Por ejemplo la del pichón aprendiz de brujo en el Amazonas jugando con piedritas a la orilla del río, seguramente viendo cosas de la naturaleza que nuestra adultez no nos permite ver. O la del negrito jugando a ser pescador con su balsita de palo en las orillas del Pacifico chocoano. O la de la niña, destapando sus regalos frente a un árbol de navidad cuando el reloj marcó las doce, pero antes ya le había entregado primero el regalo a su papá.
Estoy seguro que los niños siempre le guardan espacio a la sonrisa, a la imaginación. Pero lamentablemente, millones de niños y niñas en este mundo, aunque logremos sacarle fácilmente una sonrisa y despertarles fácilmente la imaginación, están condenados a crecer en condiciones precarias, injustamente excluidos de los privilegios de la salud, la buena alimentación, la vivienda, la educación y un desarrollo digno.
En el mundo hay niños muriéndose de hambre o de los maltratos de sus familiares. Niños jugando a la guerra con armas de verdad. Niños envueltos en guerras creadas por la incapacidad de los adultos para resolver conflictos sin darse bala, o por la incapacidad de nuestra raza de administrar y distribuir equitativamente las riquezas de la naturaleza. Niños que se alimentan día a día con rabia y con rencor; muestras de generaciones futuras que difícilmente optarán por el amor y el cariño que tanto se les ha negado. Niños con heridas tan hondas como tan difíciles de sanar. Niños en medio del hambre y la pobreza globalizada aunque en su televisor importado puedan ver no sólo a Micky Mouse si no también a otros niños comiendo Big Mac.
Muchos de estos niños que enfrentan el peso de la injusticia social cuando aun lo único que conservan es su linda inocencia, reciben como herencia odios, venganzas y peleas cazadas. Y muchos, también, reciben como herencia una gran carga de avaricia y ambición.
En los niños pensaba aquel sábado de invierno, entre el colorido del carnaval en la loma nevada.
Definitivamente hay cosas que le ayudan a uno a soportar la ferocidad de un invierno como éste. Cosas como el resplandor sobre la nieve en las noches de luna llena o los días soleados en campos de fortuna. Cosas como las travesuras inocentes de los niños o las carcajadas con los amigos en un café o un bar. Pero sobre todo, cosas como la sonrisa de aquella trigueña que me acompañaba esa tarde en la colina.
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