El sólo hecho de que se hable de cese al fuego en un país incendiado como Colombia es de por sí una buena noticia. Sin embargo hay que mirar con detenimiento todo lo que podría rodear una negociación con los paramilitares, fuerzas armadas ilegales sin ningún reconocimiento político.
Hay razones para esperar resultados positivos en este esfuerzo de la actual administración. El gobierno de Samper, acusado de llegar al poder con ayuda de aportes del tráfico de drogas del cartel de Cali, dejó en la cárcel a toda su cúpula y desmantelo gran parte de su estructura. Ahora el gobierno de Uribe, acusado de tener lazos con los paramilitares, avanza decididamente el desmantelamiento de estos grupos. Aunque también hay razones para tener desconfianza de los posibles resultados, el narcotráfico desde Cali no sólo continúa si no que hoy algunos de los capturados están fuera de la cárcel. Sin duda el gobierno de Colombia tiene que ser severo en atacar el paramilitarismo y contundente frente a una posible negociación que logre desmontarlos y someterlos a la justicia.
Lograr una victoria militar frente a la guerrilla es algo muy lejano para una fuerza pública colombiana. En la guerra de guerrillas la subversión tiene muchas ventajas difíciles de atajar, pues son las fuerzas ilegales, clandestinas, atroces; mientras que las Fuerzas Militares son, precisamente, públicas, visibles, institucionales. Además, aunque se cuenta con apoyo logístico y financiero de los EEUU, los recursos de la nación no son suficientes para obtener los resultados esperados. Esto lo sabe muy bien el presidente Uribe y por eso los colombianos lo eligieron. Sabe, por ejemplo, que para pensar en derrotar la guerrilla necesitaría un ejército de por lo menos 500 mil hombres (un imposible para un presupuesto de un país subdesarrollado) y por eso ha apuntado a estrategias que le permitan aumentar el pie de fuerza sin gastar plata que no tiene, optimizando y diversificando los recursos. De allí salen sus redes de informantes y su propuesta de armar campesinos. Sin embargo la buena intención de estas acciones de fortalecer el estado para enfrentar la guerra contra las FARC y el ELN, corre riesgos de derivarse en nuevas fuentes de violencia que aporten a recrudecer el conflicto. Es bien difícil trazar la raya entre la seguridad privada y el paramilitarismo. Involucrar más gente (armada o desarmada) a la guerra sin el rigor que requiere el funcionamiento de unas fuerzas militares (formación, experiencia, reglamentos, etc.) es disminuir la capacidad de control del Estado a estas fuerzas. Por eso el temor de algunos analistas a que una negociación con los paramilitares no los desmonte completamente si no que termine desviándose en una riesgosa legalización. En otras palabras, los paramilitares están desgastados y desprestigiados, Uribe necesita gente (pero desde la institucionalidad) para su guerra contra la guerrilla. De existir, sería una muy riesgosa asociación.
En cualquier caso hay que recibir con complacencia todo esfuerzo por buscar minimizar la tragedia que causa el conflicto colombiano, y hay que aceptar que el mandatario de Colombia está haciendo lo que le pidieron: ponerse al frente del problema de seguridad. Pero no podemos dejar de mirar con cautela todas las movidas de los ´paras´ y lo que se teje a su alrededor. Desde hace un poco más de un año se vienen dando noticias y sucesos muy sospechos, que aunque parecieran aislados, hacen parte de un norte estratégico que vienen desarrollando las AUC con la dirección de Carlos Castaño: su libro confesión, la petición de extradición de EEUU a los dirigentes de las AUC, la renuncia de Castaño y el protagonismo de Mancuso, la división (y luego reunificación) de algunos bloques de las autodefensas, sus supuestos distanciamientos con el narcotráfico, la declaración de voluntad de Castaño de someterse a la justicia norteamericana, y ahora los acercamientos y diálogos con el gobierno de Uribe. ¿Cuál es el hilo conductor de la trama?, ¿A qué le apuestan los ´paras´?, ¿Qué pasará mañana?
Amanecerá y veremos.
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